En su discurso a los cardenales del sábado, el Papa abordó, entre otros temas, la transformación de la sociedad moderna, comparando la llegada de la inteligencia artificial con una nueva revolución industrial. De ahí la inspiración de León XIII
León XIV ya se ha reservado algunas sorpresas desde su elección como Pontífice el jueves. A las visitas inmediatas al palacio donde ha vivido hasta ahora en Roma, y el domingo al Santuario de la Madre del Buen Consejo en Gennazzano y a la tumba del Papa Francisco, se sumaron sus primeras palabras tanto en la Plaza de San Pedro cuando se presentó al mundo como en los compromisos de los días siguientes.
En el último, el sábado reuniéndose con los cardenales que le eligieron para el Cónclave, Prevost siguió dando indicaciones de cuál podría ser el curso de su pontificado.
León XIV, al explicar la elección de su nombre pontificio, habló de inteligencia artificial y justicia social.
"Hay varias razones, sin embargo, principalmente porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, abordó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial; y hoy la Iglesia ofrece a todos su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que traen nuevos desafíos para la defensa de la dignidad humana, la justicia y el trabajo", dijo el pontífice. Este es el texto íntegro del discurso dirigido a los cardenales.
Discurso completo de León XIV: IA, justicia y trabajo
"Muchas gracias, Eminencia. Antes de tomar asiento, comencemos con una oración, pidiendo que el Señor siga acompañando a este Colegio y sobre todo a toda la Iglesia con este espíritu, incluso entusiasta, pero de profunda fe. Recemos juntos en latín.
Pater noster... Ave María...
En la primera parte de este encuentro hay una pequeña charla con reflexiones que quisiera compartir con vosotros. Pero luego habrá una segunda parte, un poco como la experiencia que muchos de vosotros habéis pedido, de una especie de puesta en común con el Colegio cardenalicio para que escuchemos qué consejos, sugerencias, propuestas, cosas muy concretas, de las que ya se ha hablado un poco en los días previos al Cónclave.
¡Hermanos cardenales!
Os saludo y os doy las gracias a todos por este encuentro y por los días que lo han precedido, dolorosos por la pérdida del Santo Padre Francisco, exigentes por las responsabilidades que hemos afrontado juntos y, al mismo tiempo, según la promesa que Jesús mismo nos hizo, ricos en gracia y consuelo en el Espíritu (cf. Jn 14, 25-27).
Vosotros, queridos cardenales, sois los colaboradores más cercanos del Papa, y esto me consuela mucho a la hora de aceptar un yugo que, evidentemente, está muy por encima de mis fuerzas, como lo está de las de cualquiera. Vuestra presencia me recuerda que el Señor, que me ha confiado esta misión, no me deja solo en su responsabilidad.
Sé, ante todo, que puedo contar siempre, siempre, con su ayuda, con la ayuda del Señor y, por su Gracia y Providencia, con la cercanía de vosotros y de tantos hermanos y hermanas de todo el mundo que creen en Dios, aman a la Iglesia y apoyan al Vicario de Cristo con la oración y las buenas obras.
Doy las gracias al decano del Colegio cardenalicio, el cardenal Giovanni Battista Re -merece un aplauso, al menos uno, si no más-, cuya sabiduría, fruto de una larga vida y de muchos años de fiel servicio a la Sede apostólica, nos ha ayudado mucho en este tiempo. Doy las gracias al Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, el cardenal Kevin Joseph Farrell -creo que está aquí presente-, por el valioso y exigente papel que ha desempeñado durante el tiempo de la Sede Vacante y de la Convocatoria del Cónclave.
Dirijo también mi pensamiento a mis hermanos Cardenales que, por motivos de salud, no han podido estar presentes, y con vosotros me uno a ellos en una comunión de afecto y de oración.
En este momento, a la vez triste y alegre, providencialmente envuelto en la luz de la Pascua, quisiera que miráramos juntos la partida del difunto Santo Padre Francisco y el Cónclave como un acontecimiento pascual, una etapa del largo éxodo a través del cual el Señor nos sigue conduciendo hacia la plenitud de la vida; y en esta perspectiva confiamos al "Padre misericordioso y Dios de toda consolación"(2 Co 1, 3) el alma del difunto Pontífice y también el futuro de la Iglesia.
El Papa, comenzando por San Pedro y terminando por mí, su indigno Sucesor, es un humilde servidor de Dios y de sus hermanos, y nada más. Lo han demostrado bien los ejemplos de tantos de mis Predecesores, el más reciente el del mismo Papa Francisco, con su estilo de plena entrega en el servicio y de sobria esencialidad en la vida, de abandono en Dios durante el tiempo de la misión y de serena confianza en el momento del regreso a la Casa del Padre.
Recojamos esta preciosa herencia y volvamos a ponernos en camino, animados por la misma esperanza que brota de la fe.
Es el Resucitado, presente entre nosotros, quien protege y guía a la Iglesia y quien continúa reavivándola en la esperanza, mediante el amor "derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"(Rm 5,5). A nosotros nos corresponde hacernos dóciles oyentes de su voz y fieles ministros de sus designios de salvación, recordando que a Dios le gusta comunicarse, más que con el estruendo del trueno y del terremoto, con el "susurro de una suave brisa"(1 Re 19,12) o, como algunos traducen, con una "sutil voz de silencio".
Este es el encuentro importante, que no hay que perderse, y educar y acompañar a todo el Pueblo santo de Dios que se nos ha confiado.
En estos días, hemos podido ver la belleza y sentir la fuerza de esta inmensa comunidad, que con tanto afecto y devoción ha saludado y llorado a su Pastor, acompañándolo con fe y oración en el momento de su encuentro definitivo con el Señor.
Hemos visto cuál es la verdadera grandeza de la Iglesia, que vive en la variedad de sus unidos a la única Cabeza, Cristo, "pastor y custodio"(1 Pe 2, 25) de nuestras almas. Ella es el seno del que también nosotros hemos sido engendrados y, al mismo tiempo, el rebaño (cf. Jn 21, 15-17), el campo (cf. Mc 4, 1-20) que se nos da para que lo cuidemos y cultivemos, lo alimentemos con los sacramentos de salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra, para que, sólida en la armonía y entusiasta en la misión, camine, como los israelitas en el desierto, a la sombra de la nube y a la luz del fuego de Dios (cf. Ex 13, 21).
Y, en este sentido, quisiera que hoy renováramos juntos nuestra plena adhesión, en tal camino, a la senda que la Iglesia universal recorre desde hace décadas a raíz del Concilio Vaticano II.
El Papa Francisco ha recordado y actualizado magistralmente sus contenidos en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que quisiera subrayar algunos ejemplos fundamentales: la vuelta al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento de la colegialidad y de la sinodalidad (cf. n. 33); la atención al sensus, que debe ser el centro de la vida de la Iglesia (cf. n. 33). 33); atención al sensus fidei (cf. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cf. n. 123); atención amorosa a los últimos, a los descartados (cf. n. 53); diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diversos componentes y realidades (cf. n. 84; Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 1-2).
Se trata de principios evangélicos que siempre han animado e inspirado la vida y la obra de la Familia de Dios, valores a través de los cuales el rostro misericordioso del Padre se ha revelado y sigue revelándose en el Hijo hecho hombre, esperanza última de quien busca sinceramente la verdad, la justicia, la paz y la fraternidad (cf. Spe salvi, 2; Francisco, Carta a los fieles, 2). Spe salvi, 2; Francisco, Bula Spes non confundit, 3).
Precisamente porque me siento llamado a continuar esta estela, he pensado en tomar el nombre de León XIV.
Hay varias razones, pero principalmente porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, abordó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial; y hoy la Iglesia ofrece a todos su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que plantean nuevos desafíos para la defensa de la dignidad humana, la justicia y el trabajo.
Queridos hermanos y hermanas, quisiera concluir esta primera parte de nuestro encuentro haciendo mío -y proponiéndoos también a vosotros- el deseo que san Pablo VI, en 1963, formuló al inicio de su ministerio petrino: "Que pase por el mundo entero como una gran llama de fe y de amor, que encienda a todos los hombres de buena voluntad, ilumine sus caminos de colaboración mutua y atraiga sobre la humanidad, todavía y siempre, la abundancia de la complacencia divina, el poder mismo de Dios, sin cuya ayuda nada es válido, nada es santo" (Mensaje a toda la familia humana Qui fausto die, 22 de junio de 1963).
Que estos sean también nuestros sentimientos, que se traduzcan en oración y compromiso, con la ayuda del Señor. Gracias".